Reforma Agraria y Soberanía Alimentaria

Las organizaciones campesinas y sus largas jornadas de lucha, que han dejado a su paso compañeros heridos por balines de goma y cachiporras, mujeres maltratadas en su decoro, una cantidad innumerable de detenciones ilegales y todo tipo de consecuencias judiciales posteriores, requisa de documentos de identidad, quema de objetos de uso personal y colectivo, y, en el peor de los casos, la muerte, provocados sistemática e impunemente por el aparato de represión, conformado por policías y fiscales, y en connivencia con el Ministerio del Interior, no han dejado de resistir abrazados en sus objetivos de colocar en la agenda política la única alternativa de superar los cuadros de miseria que tenemos como país: la reforma agraria integral.

En el contexto sociopolítico actual, la represión ejercida salvajemente contra campesinas y campesinos aumentó en forma considerable. Ejemplos más que vivos son los últimos hechos que tuvieron lugar en el Departamento de San Pedro, donde se ha instalado una suerte de estado de sitio en pequeña escala, y donde la fuerza de orden público se ha ensañado contra personas inocentes cuyo único “pecado” fue y sigue siendo buscar justicia social a través de la distribución equitativa de la tierra.

Por su parte, las comunidades indígenas, con el despojo histórico de su hábitat, se ven, igualmente, entre las más vulnerables y olvidadas víctimas de este sistema latifundiario que favorece únicamente a la clase acomodada, desde los tiempos de la venta masiva de tierras públicas, por orden de un desacertado Bernardino Caballero, pasando por el nefasto periodo de la Dictadura de Alfredo Stroessner, tiempo en que se adjudicaban hectáreas de suelo a militares, empresarios y políticos simpatizantes del régimen, yendo inclusive hasta la llamada “transición democrática”, en que continuaban los gobiernos colorados y, por ende, continuaba el mismo estado de cosas, con algunas variantes incluso a peor.

Hoy día, sin embargo, luego de la victoria electoral del 20 de abril de 2008, el Gobierno ha demostrado una incipiente voluntad política de trabajar por las reivindicaciones a las comunidades campesinas e indígenas que padecen el conflicto agrario. La creación del Cepra y un Gabinete Social que pretende la atención urgente a los problemas de pobreza crónica son dos salidas institucionales ofrecidas para tranquilizar las aguas y contener la, a veces, inminente convulsión.

Las campesinas, campesinos e indígenas sabemos, no obstante estos paliativos, y más allá de discursos de doble filo, en un Gobierno en que intentan convivir ideas liberales y progresistas, también en actitud contradictoria, que la reforma agraria integral nunca será posible si no es por la fuerza de la presión social, la huelga general, la movilización de la gran masa de personas que, en todo el ancho del territorio nacional, no tiene un solo metro cuadrado donde afincarse y producir para su subsistencia.

Paradójicamente, el Gobierno de Fernando Lugo parece ser, lejos, el de la criminalización agudizada de la lucha social. Por supuesto que las características especiales de este Gobierno han de ser tenidas en cuenta a la hora de evaluar criterios, pero es de subrayar que, por parte de las organizaciones que nuclean a campesinos e indígenas, mujeres y hombres, la resistencia aumenta al margen de las consecuencias.

Después de todo, sólo se superarán el hambre y la pobreza, la falta de oportunidades laborales, la discriminación y todo lo que entraña la concentración de tierra en contadas garras, que no manos, cuando la soberanía alimentaria en cuyos principios descansa la reforma agraria integral, sea una verdadera cuestión de Estado. Hasta el momento, nada parece indicar que realmente lo sea.

La soberanía alimentaria implica el derecho de las Naciones de decidir su propia política agraria y la forma en que se asumirá el desarrollo rural. Con la introducción del agronegocio, a través del paquete tecnológico que traen las multinacionales dedicadas a la industria de semillas transgénicas, en desmedro de la biodiversidad, con la escasa o nula acción del Estado a favor de los desposeídos, con la promulgación de leyes asesinas que procuran expandir la frontera de cultivos transgénicos, a través del desplazamiento forzado de campesinos, campesinas e indígenas y su posterior inserción en las periferias urbanas, al margen de una sociedad ciega que no comprende las raíces del problema, se tiene un cuadro bastante desalentador.

El labriego que producía para su sustento y el de su familia, la mujer que cultivaba su pequeña parcela con elementos rudimentarios, el indígena que se sabe discriminado desde los tiempos de Colón, que está a la vera del camino en improvisadas carpas, sufren en carne propia la violación de nuestra soberanía como país. Ahora sólo les queda organizarse y bregar por una sociedad más justa. Sólo les queda apropiarse de las consignas de lucha y ser parte del problema o la solución. Todo ese porcentaje de 43% que, según las estadísticas, es rural y tiene su arraigo en el campo paraguayo, se ve amenazado seriamente en su integridad como individuos y como comunidad. Es una cuestión de derechos humanos, inclusive.

En nuestro país, la tierra fértil sigue siendo el principal medio de producción. Recuperar la soberanía implica combatir el régimen latifundiario, desechar viejas prácticas de corrupción en los tres Poderes del Estado, superar la política de dependencia económica y de agroexportación y cambiarla por una que arrime desarrollo sostenible en beneficio de la mayoría, que genere riquezas al país, que suponga la construcción de un verdadero estado social de justicia y que asegure, finalmente, la sobrevivencia de las generaciones presente y  futura.

Las organizaciones miembros de la Vía Campesina Paraguay tenemos muy claro el panorama. Los hombres y las mujeres que formamos parte de esta lucha por la reforma agraria y la soberanía alimentaria estamos conscientes de que el desafío es colosal, pero así también de que esto debe ir a buen término ahora o nunca.